lunes, 9 de abril de 2007

“Crónica de un diálogo memorable”


Jueves de febrero, 18:15 hs., día agotador si los hay. Pasados unos pocos minutos de la hora habitual en la que me retiro del trabajo, apago las luces de la oficina y la computadora, ordeno las carpetas que había estado utilizando durante poco más de ocho horas y me dirijo a la Conserjería, para lo cual transité en un paso ni apurado ni controlado el desabrido pasillo que comunica mi oficina de entrepiso con la escalera que desemboca en el lobby bar. Ese pasillo eternamente iluminado por las estéticas pero muertas luces dicroicas que ni luz ni sombra pueden hacerle al natural brillo solar. Llego por fin a la Conserjería, tras poco más de dos minutos de un rutinario caminar. Retiro un diario para curiosear a mi regreso a casa, mientras como unas galletitas acompañadas de un té Lypton sabor Finest Earl Grey, según me voy imaginando, y tomo la decisión o, mejor dicho, la decisión me toma a mí, porque no realicé ningún análisis ni experimenté proceso alguno perceptible de evaluación de alternativas y resultados asignables a cada una de ellas, de ubicarme en la puerta de la conserjería, para llevarme en la retina una imagen del notable movimiento que registraba el hotel en esa curiosa tarde de verano, por lo menos hasta que saliera del garage del subsuelo manejando mi auto, prestándome a transitar las poco soportables cuadras que me distancian de mi hogar, atestadas de autos y de gente, más de lo primero que de lo segundo o, mejor dicho, menos en cantidad pero más efectivos en minar mi tolerancia, bastante desgastada en ésta época del año. Cuando manejo, tanto como en otras circunstancias de la vida, más laborales que personales, siento el alivio, a veces, de saber que la tolerancia tiene un límite, pero que es renovable, de manera que en los meses del año en los que voy a estar más relajado recuperaré la tolerancia que tan rápido he perdido, en algunos aspectos, durante el verano.
Una vez parado inmóvil en la puerta de la conserjería, veo con asombro que dos mujeres caminan en dirección hacia mí desde el otro extremo de la planta baja del hotel, dos mujeres de estatura más bien disminuída, delgadas hasta el límite que la belleza permite, aún en nuestros días, porque es bien sabido que la belleza es un término que permanece inalterable a través de los años, a diferencia del concepto que sus siete letras representan, y no escapa a nadie la preocupación, o por lo menos la noción de la preocupación de gran parte de la población mundial occidental, acerca del idealismo generado sobre las figuras caquécticas.

La primera de las damas era escoltada, dos pasos más atrás y unos centímetros a su izquierda, por la segunda de ellas, como si fuera una sombra con vida propia y poseedora de lo que cualquier otra sombra envidiaría: color. Aún con las cualidad no poco importantes de la mencionada escolta, no fijé ni mi mirada ni mi atención en ella, tal vez por su condición relegada frente a quien avanzaba en primer lugar, o tal vez porque todo sucedió tan rápido que no tuve tiempo de abordar a ambas con mi mirada.

A medida que se acercaban, lo cual sucedía en forma tan ligera como inevitable, dado que yo no moví ni un pié para apartarme del sitio en que me había ubicado, sea voluntaria o involuntariamente, y dado también que ellas estaban decididamente decididas a continuar con su trayectoria sin modificarla en lo absoluto, mi duda se iba transformando paulatinamente en certeza: la que he dado en denominar hasta el momento como la primera de las damas, era en realidad Julieta Prandi. Fijó sus ojos en los míos cuando se encontraba a sólo unos pocos pasos de mi y comenzó a sonreir, o sonreírme, de manera que su sonrisa transmitiera luz y brillo a su rostro entero. Tal vez para encontrar eco en la pregunta que iniciaría nuestro diálogo, tal vez porque es condición sine qua non para su trabajo el sonreir a todo el que se cruce en su ámbito laboral o tal vez por otra razón que prefiero ni arriesgar ni imaginar. Cuando estaba lo suficientemente cerca, y sin dejar de sonreir, pude escuchar el tono agudo de su voz, que me decía, porque definitivamente era a mí al que le estaba hablando o, en realidad, interrogando, “¿por acá es que se baja?”, pensando, me aventuro a decir, que la puerta de la conserjería no era tal, sino que abría camino a la escalera que comunica la planta baja con el garage.
Mi cara de asombro y desconcierto, en parte por la pregunta (nótese que estando tan familiarizado con el lugar me resultaba en un primer instante imposible imaginarme que se pudiera bajar atravesando una puerta que no daba más que a una habitación ubicada al mismo nivel al que uno se encontraba antes de traspasarla, sin mediar escalera alguna entre ambas situaciones) y en parte por la sorpresa que me generó ver quién era quien me hablaba, debe de haber sido, por lo menos, notoria, porque después de unas pocas fracciones de segundo añadió, como complementando su pregunta inicial, “para ir al backstage”. Mi desconcierto no sólo no desaparecía, sino que se incrementaba, puesto que jamás escuche que hubiera tal cosa en el edificio donde trabajo todos los días desde hace poco más de dos años y medio. Mi única reacción, lógica pero desatinada, analizándola en retrospectiva, fue contestar con un simple, directo, efectivo, cortante y decepcionante para ambas partes de este memorable diálogo, “no se”. Por supuesto, no llegó a moverse la aguja más larga de mi reloj para que apareciera, vaya a saber uno de dónde, una persona dependiente del establecimiento que no sólo le indicó dónde se encontraba el lugar buscado, sino que las acompañó hasta allí, lo cual resultó encontrarse a unos doscientos metros de donde se produjo el diálogo.
Después de unos pocos minutos de revivir dentro de mi cabeza el diálogo descrito, al principio tratando de permanecer lo más fiel posible al hecho objetivo ocurrido, y más tarde agregando variantes y modificando algunas respuestas y contrarrespuestas hasta que el diálogo tuviera una duración que superara temporalmente la hora y media y que culminara con un “entonces quedamos así, nos encontramos el viernes a las 22hs en el hotel, te pasamos a buscar a vos y a tus amigas para ir a tomar algo con mis amigos, así las conocen, y después las velas dirán en qué termina todo, cuando dejen de arder...”.
Conforme con mi diálogo, más el imaginado que el real, me voy a mi casa para cambiarme: a las 20 tengo partido de fútbol.

3 comentarios:

Chester J. Lampwick dijo...

Excelente decisión Dr.Wolfskehl, seguramente tendrá mucho éxito con este emprendimiento. Y más si pone fotos de minas en bolas.

Me atrevo a darle un consejito: separe el texto en párrafos y deje un espacio entre párrafos, sino el texto asusta un poco y no muchos se le van a animar.

Así que tiene una oficina. Que lujo. En cualquier momento le voy a ir a pedir trabajo.

En Being Neruda puse un link a su blog.

Saludos!

Dr. John Wolfskehl dijo...

Me pareció buena idea. Ahora mismito dejo espacio entre párrafos.
Lo de la oficina no siempre es bueno para trabajar, a veces conviene recibir aire fresco y luz solar.

Mr. Verloc dijo...

Me atrevo a darle otro consejito y una amenaza.
Veo que a Ud. le gustan los rasgos circunstanciales, a mi también. Pero más de 30 por párrafo es una exageración. "galletitas acompañadas de un té Lypton sabor Finest Earl Grey". Dejese de joder, por favor.
Y deje de poner publicidad en nuestro blog, sotreta, o le vamos a contar a su mamá que tiene fotos de mujeres en su blog (y ninguna es de su hermana).
Chester? Ud. también aquí?. Bueno, de su hermana no diré nada.